Días recientes recibí en mi teléfono una foto de una mata de mandarina. Me la envío desde Maracaibo, una amiga periodista zuliana, una mujer de bien a quien se la entregamos junto con su apartamento de la Gran Misión Vivienda Venezuela hace más de seis años.
Ese detalle me trajo muchas reminiscencias. La tradición de nuestros pueblos, dónde pasamos nuestros primeros años. En mi caso recuerdo la casa grande de la Concordia, y luego San Juan de Colón en el estado Táchira, llena de árboles, envolviendo los espacios donde vivíamos. Entre todos, los naranjos y los mangos eran para nuestros ojos y cuerpo de niños una gran atracción.
Subirnos burlando las espinas para buscar en el árbol de naranja las frutas más maduras, las más dulces, las que nos atraían compitiendo con las abejas y los pajaritos, para comerlas deleitándonos en lo alto de la mata y las amenazas de la madre si nos veía con nuestro uniforme de kakis encaramados allí.
Los mangos tenían una condición especial. El gran árbol de la entrada, a la derecha del portón, tenía un encanto particular. El mango de Antonio, el hermano muerto, decíamos después con cierto sentimiento de amoroso respeto.
Subirnos allí y dejar medio cuerpo sobre las ramas, soltando ambas manos, era una batalla verdadera contra la gravedad y el vértigo. Una realización que nos colocaba arriba de la casa de dos pisos de los vecinos en la carrera 8 de San Juan de Colón. Esos árboles, en algún momento fueron, por muy poco tiempo, estacionamiento para algunos mulos y otras bestias de productores del campo quienes venían al mercado del pueblo.
Los viajes con nuestro padre, Ramón Arias, conductor y sindicalista del transporte por la reciente vía Machiques-Colón hacia esta ciudad zuliana, nos trajo un descubrimiento imborrable: los árboles de níspero. Una bolsa llena de nísperos. Listos para comer, verdes y entre mezclados era un tesoro que esperaban los hermanos con ansiedades a nuestro regreso.
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Oímos admirados, de otros niños amantes de los árboles, encaramarse para esconderse a una mata de tamarindo, soportando estoicamente las heridas de la piel para no ser encontrados.
Esa siembra de amor al árbol desde nuestra niñez en el espíritu, es lo que nos llevó luego para poblar de árboles la Circunvalación 1 de Maracaibo, para mezclarnos con empresarios y gente del pueblo en el Jardín Botánico. Nos llevó a sembrar unas matas de limón y mandarina en cada escuela recuperada o construida, en cada ambulatorio y hospital visitado.
Después de la confrontación política de hace unos 22 años, posiblemente para pasar el guayabo, sembramos en el Cerro la Antena de Misoa, cerca del Venado, más de 2000 Caobas, Cedros y Pardillos. Algunos han sido derribados ya, aún jóvenes para disfrutar su madera.
Retornar a los árboles. Sentir con ellos su fluir de savia. Alguna de ella curadora como el aceite del cabimo que disfrutamos en el Consejo de Ciruma. Admirar las vetas y nódulos verdes amarillos del Sibucaro. Comunicarnos con ellos. Ser como los árboles en un ciclo más que armónico de la creación. Dar para todas sombras y frutos.
Agradecer a Dios a cada instante por la maravilla del mundo vegetal. Cuidarlo de verdad con dolor de cada árbol que se tala. Y comprometer nuestros espíritus para cuidar el árbol del principito, el Baobab. Ese inmenso árbol de otros continentes que alguien trajo al Jardín Botánico de Maracaibo y se dio como si fuera su hábitat natural.
Dar vueltas con nuestros espíritus a su alrededor por 1759 años y más para transmitir a todas nuestras generaciones que sabemos fluir en los árboles, sentir, ser, buscar el sol, atraer la lluvia y servir. Simples y sencillos, como los árboles, seremos los seres humanos que nos podemos decir verdaderos revolucionarios.
Por Francisco Arias Cárdenas