García Lorca y sus seis meses en argentina por León Magno Montiel

Cuando el poeta Federico García Lorca desembarcó en el puerto de Buenos Aires, jamás imaginó lo feliz y realizado que iba a ser en los próximos seis meses de su fugaz vida.

Mucho menos pudo llegar a intuir que después de la felicidad plena que vivió en la gran ciudad porteña, terminaría su hermosa vida siendo burlado, vejado y asesinado por los fascistas españoles, en el sangriento comienzo de Guerra Civil española.

Federico había nacido en Granada en 1898, la ciudad que fue el epicentro del dominio moro, capital del reinado árabe adentrado en territorio español durante 800 años: El reino nazarí de Ġarnāṭah. Una urbe que es una inmensa urdimbre de tradiciones andaluzas, árabes, con cantíos gitanos, con su majestuosa Alhambra, sus cármenes (jardines multicolores) que enamoraron al músico Manuel de Falla y su gastronomía exquisita, producto del cruce cultural tan diverso.

 Allí, Lorca, el hijo de la maestra Vicenta, quien tocaba muy bien el piano, forjó su alma de poeta, y se formó como un hombre de las palabras y para la música.

El teatro fue una de sus pasiones, lo definió como «la poesía que encarna en los actores»; con su grupo teatral La Barraca recorrió muchos pueblos de España, (teatro ambulante gratuito), cuyos integrantes se caracterizaban por vestir con una braga azul.

Llegó a afirmar que el eje de su vida amorosa y creativa lo representaba un hilo invisible que unía a Granada-Madrid-Nueva York-Buenos Aires.

Granada por ser su cuna, donde se formó para el arte y la vida. Madrid, su despertar al mundo, al cosmopolitismo en La Residencia de Estudiantes.

 Nueva York fue una pasantía triste, de despechos, pero de crecimiento y madurez artística. Allí escribió su mejor libro: «Poeta en Nueva York» en 1930, aunque se publicó luego de su muerte. Ha sido traducido y publicado muchas veces.

Buenos Aires fue su máxima realización, tanto como poeta, como por dramaturgo. En esa megalópolis austral compartió horas con Pablo Neruda, con el poeta Oliverio Girondo y su esposa Nora Sange, realizaron fiestas hasta el amanecer en su casa solariega en la avenida Pueyrredón. Tuvo su único amorío con una mujer, la escritora Francesca Valmajor Francis, con ella quería tener descendencia, aunque como es bien conocido, sus amoríos más apasionados los tuvo con hombres, que en esa época era algo muy censurado, castigado, perseguido.

Fue amigo entrañable de la poeta Alfonsina Storni, con quien mantuvo largas tertulias en esos seis meses. Ella se suicidaría en el balneario La Perla cinco años después, siendo una mujer atormentada por los desamores, la ruina económica y espiritual.

En la capital argentina, Federico llegó a compartir la mesa y la música con Carlos Gardel, con quien planeaba montar un musical andaluz.

Gardel, de 43 años, cantaba con solvencia los pasodobles, y Lorca, con ocho años menos que «El Morocho de la esquina», entonaba el cante jondo, tocaba el piano y recitaba. Juntos tomaron tragos, cantaron hasta la alborada, y habían planeado verse en Nueva York, encuentro que fue truncado por la trágica muerte de Gardel en Medellín en 1935.

Lorca también compartió noches de bohemia con el compositor Enrique Santos Discépolo; entre ellos había una admiración mutua: tocaban el piano, cantaban, hablaban de cine, hacían radio y escribían musicales. Discépolo ya era un ícono bonaerense, nacido en 1901, autor de los tangos Yira, Esta noche me emborracho y el celebérrimo Cambalache.

«Que el mundo fue y será

una porquería, ya lo sé.

En el quinientos seis

y en el dos mil, también.

Que siempre ha habido chorros,

Maquiavelos y estafaos,

contentos y amargaos,

barones y dublés».

Hoy en día, su nombre está inscrito a la entrada del paseo más importante de la avenida Corrientes en Buenos Aires, en justo homenaje a su legado musical.

Federico tuvo desencuentros con el escritor Jorge Luis Borges, que para el momento tenía 34 años de edad, quien aún con su visión completa, apenas comenzaba su éxito literario. Los dos escritores no se soportaban. Borges lo llamó «andaluz profesional».

 Federico pensaba que Borges era un remilgado, un ser dotado de una falsa modestia para tratar de esconder su altivez y su marcada apatía por los demás escritores.

La escritora argentina Reina Roffé (1951) tiene una hermosa novela publicada en 2009 titulada El otro amor de Federico, que he releído con mucho placer. En ella, en una narración magistral, recrea sus vivencias, cartas, las anécdotas con grandes artistas y la voz del poeta español. En su portada está Lorca fotografiado con una pléyade de artistas y personeros importantes que compartieron con él ese período vital.

 En la página 307 de la edición de 2009, Reina Roffé trancribe: «Y si me marcho, les dije, es porque mi familia me espera. Y yo, a pesar de ser un hombre de este tiempo, sigo fiel a los viejos afectos de mi corazón». Supo darle voz al poeta.

Lorca tocó puerto español en abril de 1934, regresaba a su país con el aura del éxito, con miles de aplausos en su memoria acústica, con mucho dinero en sus maletas producto de sus obras de teatro, sus conferencias y poemario. Su obra Bodas de sangre, representada por la actriz Lola Membrives, pasó de las 100 funciones.

Su libro Romancero gitano lo publicó la escritora Victoria Ocampo, y se agotó la edición. Su vida parecía estar en una senda de triunfos interminables.

Sus obras de teatro eran solicitadas, sus poemarios eran comentados, su vieja amistad en la Residencia de Estudiantes de Madrid con el pintor surrealista Salvador Dalí, con el cineasta Luis Buñuel y con Rafael Alberti, lo había nutrido de un combustible creativo que no se extinguía.

La muerte lo acechaba, lo perseguía, al ser señalado por sus ideas políticas de izquierda, simpatizante del partido comunista de España, masón y homosexual. Se conjugaron las energías malignas, lo rodeó un tiempo aciago y finalmente fue fusilado en la madrugada del 18 de agosto de 1936.

Su cadáver no ha sido reconocido aún, y fue arrojado a una fosa común. Pero su aporte literario está vigente. Pablo Neruda lo inmortalizó en su oda, fue una amistad sellada con sangre y tinta en las tabernas de las afueras de la ciudad de Buenos Aires a la luz de quinqués de kerosén.

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Exactamente 35 años después del trágico final de Federico, su hermano en la literatura, Neruda, recibía el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, un 10 de diciembre de 1971. Sobre el poeta granadino, el Nobel chileno escribió:

«Federico,

tú ves el mundo, las calles, el vinagre,

las despedidas en las estaciones

cuando el humo levanta sus ruedas decisivas

hacia donde no hay nada».

Fueron seis meses en el cenit de su carrera artística los que pasó Lorca en Buenos Aires. A pesar de su relampagueante tiempo de vida, sigue vigente su obra, y nos recuerda que aún está pendiente brindar los honores merecidos a sus restos mortales. Sería un importante aporte a la cultura iberoamericana establecer el ciclo Lorca en Buenos Aires, con una serie de eventos teatrales, líricos y conferencias, que lo recuerden cada año de octubre a marzo, como si él aún estuviera charlando en los cafés de la ciudad, escribiendo en alguno de sus hoteles o arrancando aplausos en sus imponentes teatros.

Por León Magno Montiel.