Ser sensible es una discapacidad y no funcionan como queremos en este mundo »No sé cómo otras personas transitan el dolor. Yo me lo trago, como una masa que paso con saliva y que me rasga la laringe en su camino. A veces la saliva no es suficiente: se queda atascado cerca de la tráquea».
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Así describe la colombiana Amalia Andrade el dolor en su nuevo libro, “No sé como mostrar dónde me duele”, que sigue a los exitosísimos »Uno siempre cambia el amor de su vida (por otro amor o por otra vida)” y “Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas”, donde nos brujulea para enfrentar los miedos, que en su caso le nacieron cuando supo que era adoptada.
“Todo se detuvo. Quedé aturdida. Sentí como si me hubieran leído un veredicto que me encontraba culpable de un crimen que no comprendía y que definitivamente no había cometido… Una baba negra apareció de la nada, nació de mis entrañas, comenzó a recorrerme por dentro. Una baba espesa y fría. Y sentí un vacío en el estómago que no se iba y no se iba (y no se ha ido)”, escribe sobre ese momento.
La ilustradora y periodista hace libros peculiares y hermosos en los que usa dibujos, reflexiones, inflexiones, humor, sensibilidad y critica, cultura pop, datos duros, canciones y experiencias personales.
Escribes para darte “el permiso de sentir”, ¿por qué es para ti un acto de liberación?
La sociedad pone las emociones en un trasfondo; de hecho, las pone en el clóset de atrás con doble llave.
No hay ni espacio ni tiempo para que sintamos profundamente, comenzando por el estigma: ¡ay, es muy emocional!, ¡no llores como niña!
Ser sensible es casi una pequeña discapacidad, no nos gusta; las personas sensibles no funcionan como queremos en este mundo, porque todas las fuerzas que están detrás, los sistemas socioculturales, el sistema capitalista, el patriarcado, las ponen en el último lugar.
Yo, de hecho, he luchado toda mi vida en contra de mi sensibilidad y tiendo a pasar las emociones por el intelecto para entender.
Por mis condiciones de vida y porque, como muchos, crecí desconectada de ellas, me tomó tiempo entender que las emociones hay que transitarlas, algunas se quedan más, otras menos. Hay que dejar una puerta giratoria para que entren y salgan.
En ese contexto, sentir es un acto radical, rebelde, una rebelión.
¿Qué aprendemos en ese tránsito?
Muchísimas cosas.
Creo que la más poderosa es la aceptación radical de todo.
Ahí es cuando uno comienza a sonar un poquito a gurú hippie, pero es aceptar las cosas como son. Y no es fácil, porque estamos obsesionados con el control y nos dan miedo nuestras emociones.
Hay que aceptar lo más incómodo; en mi caso, por ejemplo, que tengo un trastorno de ansiedad generalizado, que es horrible, se siente mal en el cuerpo, me dice cosas feas en la cabeza.
Las emociones son señales, hay algo que tenemos que integrar.
Si luchamos contra ellas o, por el contrario, queremos acapararlas, estamos viviendo mal. Transitarlas nos enseña acerca de nuestra relación con la permanencia, con el fluir, con el cambio.
Queremos que la felicidad, la alegría, nos dure mucho, y precisamente por eso a veces somos tan desdichados. Porque no funciona así.
Cuando entiendes que así como la felicidad se transita, porque viene y se va, lo mismo pasa con el dolor -viene y se va-, o la ansiedad o el miedo, es la absoluta maravilla.
Es una manera de habitar el mundo más compleja, rica, empática y nos ayuda a vivir con más sentido.
Dices que no hay emociones mejores ni peores, pero ¿Cuáles dirías que son las que priman?
Las que la mayoría somos capaces de nombrar: alegría, tristeza, rabia, miedo. Son las que están relacionadas con nuestra supervivencia, con lo que nos mantiene vivos.
Estamos entrenados en entender las diferentes guerras del sistema económico: por ejemplo, es difícil que mi generación tenga casa propia, ni hablar de pensionarnos; el sistema está colapsando… Eso lo entendemos.
Pero, ¿cómo no sabemos que vivimos en una guerra emocional?
Tomemos el miedo, que es una emoción que ocupa mucho espacio en el cuerpo, amenaza todo en nosotros y está siendo usado a diestra y siniestra para manipularnos. Se convirtió en una política de Estado de diferentes países y en la bandera de muchísimos candidatos y presidentes.
También hay una industria de la felicidad que es enfermísima.
Al capitalismo le sirve que la felicidad esté en los bienes que todavía no puedes adquirir. Por eso trabajas y trabajas.
Te alcanzó para comprarte un apartamento… La felicidad está entonces en que necesitas una finca. Nunca está en el ahora.
Y es la mentira más grande
¿Y cuáles dirías que son las emociones más difíciles de sentir?
Las emociones negativas, porque reclaman espacio y tiempo.
Imagínate si uno pudiera decirle al jefe: estoy mal, me acaban de romper el corazón, mi novia me está poniendo los cachos, necesito la tarde libre… Y llamas a tu amiga, le dices que se tome la tarde y gestionan eso.
Sería el mundo perfecto, pero no tenemos el tiempo ni el espacio.
El dolor a veces se siente enorme, nos devora y no tenemos las herramientas necesarias para transitarlo.
Nos han enseñado a huirle y estamos poco preparados, porque la única manera de atravesar el dolor es meterte en el centro, ponerte al frente y atravesarlo, pero eso va en contravía de todo lo que nos han enseñado.
Elegiste ciertas emociones que dan título a los capítulos: el tedio, la esperanza, la tristeza, la decepción, la alegría, la resiliencia, la envidia, el asombro. ¿Lograste localizar dónde se sienten?
Esas emociones eran las que estaban presentes en mi historia personal de ese momento. Quería un libro honesto, donde me muestro vulnerable, algo que es nuevo para mí.
¿Dónde se sienten? Es que hay diferentes felicidades, diferentes rabias, diferentes dolores.
El dolor de que se haya muerto mi tía, me duele en la garganta. El desamor lo siento en el estómago o en el corazón, literal. El corazón roto me duele en el pecho, me duele mucho… La esperanza la siento en las manos por alguna razón, la alegría en el cuello…
Es bonito y le ayuda a uno a estar plenamente en esos estados y a transitarlos con mayor plenitud.
»Cada vez que alguien dice que se parece a sus padres, a mi me duele la cara”. “Mi identidad ha sido un terreno inestable desde que supe que era adoptada». ¿Cómo describirías la emoción que te provoca?
Es un desarraigo grande. Todos los días busco cómo enraizarme.
Se habla poco de la adopción y es un espacio donde hay muchísimos imaginarios y lugares comunes: ¡qué afortunada! o ¡qué lindo!
Las narrativas en su mayoría no vienen de los adoptantes, porque es tan difícil que nosotros no hablamos.
No puedo universalizar la experiencia, pero es natural tener una sensación de abandono y el tema de la identidad y de cómo crear vínculos es común a todas las personas adoptadas.
Después de mucho estudiarlo, tengo una gran relación con mi familia. También conocí a mi familia biológica y hay una relación bonita, pero es un evento traumático. Entender e integrar eso ha sido infinitamente doloroso… y maravilloso.
Soy escritora porque soy adoptada. Cuando me lo dijeron comencé a escribir en mi cabeza las partes de mi historia que no sabía.
También sitúas a las emociones dentro de un contexto, ¿cómo es el sentir de los latinos?
Me encanta el sentir latinoamericano.
Es muy melodramático y por eso la telenovela está al centro de nuestra sociedad, igual que la música y toda la producción cultural popular, que me interesan muchísimo.
No existe alta y baja cultura, mucho menos en América Latina. He aprendido del amor en igual medida de (Roland) Barthes como de Juan Gabriel.
Mi educación sentimental y emocional está patrocinada por Shakira, por Selena, por las rancheras, Ana Gabriel, Betty la Fea.
Betty nos enseñó muchas cosas: cómo transitar el amor propio, el engaño, ¡el engaño!, que también es una cosa bastante latinoamericana.
Defiendes a Shakira de las críticas por Session 53, canción del año en los Grammy Latinos, que habla precisamente del engaño de su ex pareja. ¿Por qué la reivindicaste?
He peleado y seguiré peleando hasta el día de mi muerte por eso.
Todos los cantantes del mundo tienen carreras a puntas de lavar los trapos de sus desamores, desde Frank Sinatra hasta Luis Miguel, Kanye West y Frank Ocean.
¿Cuándo has visto a la gente decir ¡ay, no!, pero que Luis Miguel deje de hablar de su vida privada en las canciones, ¡qué horrible!?
Pero habló una mujer y se volvió el fin del mundo.
¡No pueden con que las mujeres estemos bravas!, con el corazón roto, sí, que estemos tristes, también, pero donde tengamos rabia y digamos nombres propios, ya nos pasamos.
Y esa canción la reivindico porque ¡qué poderosa!, ¡qué genia qué es Shakira!
Poner nombres y sacar su rabia, su dolor, y hacerlo en una canción que además nos hizo bailar.
Planteas la rabia como una emoción radical que provoca los cambios… ¿Qué hacemos con ella?
Hay rabias productivas e improductivas, uno debe tener su termómetro.
Me da rabia irracional la gente que me empuja en las discotecas, que comienza a codear; me transformo, me dan ganas de ponerme física, pero entiendo debe ser por una cosa primitiva, y no voy a darme golpes con nadie.
Pero hay rabias que son transformadoras y hay que hacerles espacio
La rabia es información y la manera en que se expresa también está muy censurada: no importa lo que te hicieron, tienes que poner la otra mejilla. ¡No! ¿Qué otra mejilla?
Eso no nos hace mejor ni peor personas. Me hiciste daño. Suerte. Tengo rabia. Chao. ¿Cómo así que tengo que ser toda linda y bien puesta? Si te hablo un poquito fuerte, entonces te estoy gritando, pero ¿cómo gestiono mi rabia?
Siento que nos están censurando. La rabia hace revoluciones personales, colectivas y tenemos que saber encaminarla, comunicarla.
¿Y qué hacemos cuando alguien está rabioso con nosotros?
Oírlo; tómate un segundo para atender la rabia, porque significa que hemos cruzado límites, hemos llegado a lugares que están al centro de una persona o de una sociedad.
Me parece que en el centro de la rabia hay límites y somos una sociedad que no sabe poner límites y que debería aprender a ponerlos más.
¿Hay que respetar la rabia si tiene razón?
Y honrarla.
BBC